El miércoles 29 de octubre uno de los equipos más emblemáticos de la aristocracia NBA, Detroit Pistons, iniciaba un nuevo curso en el Palace, un pabellón que cumplía además veinte años de vida. Suficiente para haber sido testigo de lo más sagrado en la historia de la franquicia: Tres Anillos en dos Edades de Oro.
El estreno se solventó con victoria ante Indiana. Pero más cómoda resultó aún la segunda noche ante los Wizards. Los dos partidos, las dos victorias, partieron con un quinteto que salvo Amir Johnson estaba formado por cuatro jugadores de los que recitar de memoria para siempre. A esas alturas nadie sabía con exactitud cuántos minutos, horas, días y meses de juego en pista acumulaban juntos Chauncey Billups, Richard Hamilton, Tayshaun Prince y Rasheed Wallace.
Era momento de abandonar la ciudad. De tomar el primer avión de la temporada.
Días antes no era difícil percibir un aire extraño en el equipo. O más bien en su entorno. Joe Dumars, jefe de la expedición, apenas si se había dejado ver en los primeros entrenos del grupo, de los que incluso Michael Curry, el entrenador, se veía a ratos ausente en cerradas conversaciones con Darrell Walker y Pat Sullivan, dos de sus asistentes.
Aquellos primeros días Chauncey no notó nada especial en su rutina de trabajo de no ser que tan sólo sus compañeros habían sido destino de sus palabras. No problem. Podía tener su lógica cuando el verdadero director de operaciones de pista llevaba años en el equipo y parecía poder dirigirlo con los ojos vendados. Pero al mismo tiempo algo se estaba tramando a sus espaldas. O tal vez peor. Algo se había cerrado antes incluso de tomar el avión con destino a Charlotte para disputar allí el primer partido a domicilio, tercero de una temporada de ochenta y dos.
Poco antes de tomar el avión Chauncey habló con su padre:
- ¿Todo bien?
- No sé qué decirte, papá. Ni Joe ni ninguno de los entrenadores me han dirigido la palabra estos días. Ni siquiera me han mirado a la cara. Es como si no existiera. No sé, me huelo algo que no me gusta...
El vuelo a Charlotte no disipó la incertidumbre. Antes bien reinaba un extraño silencio entre todos que se vio acentuado luego de que Antonio McDyess fuera reclamado por los asientos delanteros, donde acompañaban a Joe Dumars su entrenador, el equipo de asistentes y el jefe de relaciones, Kevin Grigg. Antonio regresó al rato a su asiento con aspecto muy serio para no abrir la boca el resto del viaje. Era como si obedeciera a algún tipo de orden de acusada discreción.
El avión tomó tierra y antes de que el equipo se dirigiera al hotel, Antonio pegó sus pasos a los de su compañero Chauncey:
- Escúchame. No digas nada. Nos traspasan. Todavía no es oficial pero tiene toda la pinta de que ya está todo hecho. Nos mandan a Denver. En realidad te envían a ti. Yo sólo formo parte del paquete. Lo único que me han dicho es que esté tranquilo. Porque no llegaré a jugar con ellos. Los Nuggets me cortarán y volveré a jugar aquí. Me lo han garantizado. Te lo cuento porque tú no sabes nada aunque me imagino que hoy mismo te lo dirán.
Chauncey no contestó. Apretó los labios enderezando aún más su expresión mientras proseguía paso firme en el aeropuerto. Tuvo ganas de preguntar quién llegaba a Detroit. Pero reprimió la pregunta. Qué importaba.
Tras la cena Chauncey no podía parar en su habitación. Decidió bajar al vestíbulo y con la cabeza bien alta apostarse unos metros a la izquierda del equipo técnico, que conversaba agitadamente en uno de los salones. En el fondo el jugador estaba esperando a que uno de ellos, de una vez, se le acercara y le diera la buena nueva. O tal vez que alguien le estrechara la mano o le diera un abrazo que, aunque hipócrita, convenía en el trato personal futuro.
Pero nadie lo hizo. Y al rato Chauncey subió a su habitación a pasar la noche.
En la mañana del lunes 3 de noviembre, día de partido, la prensa deportiva nacional se desayunaba con un titular extrañamente poderoso:
ALLEN IVERSON TRADED TO DETROIT
Pero el titular no había llegado a la habitación de Chauncey, al que faltaban minutos para estar listo de cara a la sesión de tiro prevista por la mañana. Al cabo llamaron a la puerta. Eran Rip Hamilton y Tayshaun Prince, sus compañeros y amigos. Sin mediar palabra comenzaron los abrazos. No había que contar más. Ya era oficial.
Lo siguiente fueron unos cuantos nudos en la garganta. Hacía seis años que Chauncey ignoraba el significado de un traspaso. Había conocido hasta tres. Siempre era difícil. Pero esta vez lo era infinitamente más. Y Hamilton y Prince no se lo pusieron fácil.
Hamilton parecía el más afectado. Acababa de firmar una extensión de contrato con el equipo y sin embargo sentía que en ese momento le habían traicionado. "Si lo llego a saber no firmo, ¿sabes? Ahora sí que no quiero seguir aquí".
Un rato después los tres coincidirían en hacer una llamada desde la habitación. El destinatario ya no era compañero, pero sí amigo.
- Ben, ¿ya lo sabes?
- Ya os dije cómo son esos tipos.
La siguiente llamada se produciría a solas:
- Vuelvo a casa, cariño.
- Estate tranquilo. Te quiero.
- Joder... -ahora sí que cabía derrumbarse- Si son como mis hermanos...
La sesión de tiro tuvo lugar ya sin Chauncey, para quien las horas siguientes fueron un apresurar sus cosas camino de Denver. Y hacerlo como un autómata. La despedida, como cabía esperar, fue improvisada, confusa y sobre todo dolorosa.
Todo allí había terminado.
Esta simple y algo cruel cronología de los hechos ha sido hecha pública estos días por el cronista Tom Friend. El pasado domingo el Free Press de Detroit arrojaba una encuesta entre sus lectores. La pregunta era sencilla: "¿Quién de estos cuatro jugadores desearías que volviera a Detroit?". Había cuatro opciones y tres deportes: Jair Jurrjens, Ryan Mallett, Roy Williams y Chauncey Billups. Uno de los cuatro ganó la encuesta por goleada.
Pocas veces los hechos hablan tan a las claras del espíritu de un traspaso. Quien haya tenido ocasión de seguir muy de cerca las evoluciones de los dos equipos implicados, su temporada y avatares, comprenderá perfectamente el porqué tan reciente este recuerdo.
El recuerdo de un asunto todavía inacabado.
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